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El asesinato de dos carabineros produjo una semana frenética en el Congreso. La Cámara de Diputadas y Diputados despachó buena parte de lo que llamaba “su agenda de seguridad”, incluyendo el proyecto que se asumió iba a ser más polémico, la así llamada “Ley Naín-Retamal”.
No me interesa aquí analizar el modo en que esta agenda fue instalada. En parte, porque no entiendo muy bien los mecanismos que la hicieron tan radicalmente exitosa –cómo fue posible que políticos que habían seguido una agenda de construcción simbólica de víctimas del Estado terminaron sumándose con entusiasmo a una agenda de afirmación simbólica de la dimensión de víctimas de las policías–. Tal vez, porque el reclamo exitoso del estatus de víctima es lo único que mueve voluntades en la actualidad.
Aquí, solo quiero analizar el contenido de la agenda de seguridad y sus problemas. Esos problemas pueden resumirse en dos: irrelevancia y, en algunos casos, excesos.
La gran mayoría de los proyectos de la “robusta agenda de seguridad” son irrelevantes. Son populismo, no en el sentido en que se ofrecen soluciones altamente riesgosas para obtener ganancias electorales, sino en el de tratarse de oferta de soluciones que se sabe que no producen efectos. No quiero aquí decir cuestiones tales como la criminalización no reduce la violencia, que debamos apuntar a las causas estructurales para que sea realmente eficiente. Nada de eso: simplemente no producen efectos operativos.
La mayoría de las medidas de seguridad hacen lo que la política chilena tiende a hacer: crean delitos ya existentes, suben penas en márgenes que no producen diferencias, o crean agravantes cuya aplicación probablemente tampoco es relevante. Así, por ejemplo, el proyecto Naín-Retamal establece una pena de presidio perpetuo simple a calificado para una nueva forma de homicidio calificado de carabinero. Sus defensores la consideran una medida robusta de protección de las policías. Pero la pena actual en una situación equivalente es, con alta probabilidad, la misma. Con seguridad no cambiará la conducta de nadie. Pero producirá el efecto de declarar que “ahora sí se están tomando medidas enérgicas contra la delincuencia”, cuando en realidad no se hace nada.
En algunos aspectos, los proyectos contienen excesos. Los excesos son principalmente simbólicos, pero algunos son operativos. El proyecto Naín-Retamal –siguiendo un modelo ya generalizado de comportamiento del Congreso– hace inaplicables las así llamadas penas sustitutivas respecto de delitos que afecten la vida o la integridad física de funcionarios policiales. Esto es: si hay condena, cárcel efectiva obligatoria. En la mayor parte de los casos, la regla es irrelevante: este ya es el caso. Pero la regla también parece aplicarse a delitos menores. Quien tenga un espíritu más conservador pensará que está bien: ¡cárcel efectiva para todo el que se enfrente a Carabineros, aunque no cause ningún daño grave! Yo creo que ello tiene riesgos, creo que si se aplicara llevaría a internar en la cárcel a individuos envueltos en conflictos menores con policías, y que genera riesgos de tener efectos carcelarios nocivos, siendo todo ello contraproducente a la seguridad pública. Pero nada de esto parece importar mucho en la era de los eslóganes.
El aspecto más sustancial de toda esta discusión se encuentra en un espacio que media entre la irrelevancia, la posibilidad de excesos o de efectos derechamente contraproducentes. El proyecto Naín-Retamal introduce una regla de “legítima defensa privilegiada” para el uso de fuerza letal por las policías en tres clases de situaciones: ante agresiones con armas (blancas), ante agresiones físicas por dos o más individuos con riesgo de causar lesiones graves, y para impedir la perpetración de delitos graves. En su orientación, parece no apuntar a nada que no sea lo que sus autores llaman “sentido común”. En estos casos, si el uso del arma de fuego resulta necesario –y muy probablemente lo sea–, es razonable que sea lícito. Pero el proyecto lo hace por una vía que, en el derecho chileno, solo genera confusión.
Los tribunales no saben exactamente qué se presume. Si un particular o un policía es imputado por homicidio en condiciones que no se parecen en nada a una agresión, ¿debe presumirse que estaba en legítima defensa si simplemente alega que lo agredieron? Eso sería absurdo, pero la regla está redactada de ese modo. ¿Qué implicancias tiene, en este contexto, que “se presuma” la concurrencia de los requisitos de la legítima defensa? Los tribunales no tienen respuestas unívocas y hay interpretaciones dispares. Aplicar una técnica confusa a un ámbito que necesita claridad regulatoria parece ir contra el sentido común.
En su mejor interpretación, lo que los legisladores quieren es que la defensa del policía sea considerada lícita si se demuestra que hubo un uso conectado a agresiones con cuchillos o al impedimento actual de delitos graves, a menos que la acusación demuestre fehacientemente que hubo un exceso. Esa distribución de cargas de la prueba puede ser razonable. Probablemente no se aleje mucho de lo que hacen los tribunales. Pero en un contexto de falta de claridad y confusión como el chileno, lo último que uno querría es producir regulación con una institución oscura y confusa antes que con reglas claras.
El comportamiento político actual no deja muchas esperanzas de sensatez. Pero tal vez haya algo todavía en el Senado y prefiera producir reglas claras.
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