La revuelta social dejó en evidencia una gran irritación de los sectores populares y los grupos medios. Si bien en el último tiempo no se han registrado nuevas protestas masivas, en parte por el duro golpe que significó a las familias la pandemia, la irritación social está latente y las causas que la originaron siguen presentes. Frente a ese enorme desafío social y político a la institucionalidad vigente, el programa de gobierno propuso una serie de cambios fundamentales que buscan que Chile transite hacia una sociedad de derechos, similar y más amplia que las sociedades de bienestar europeas.
En el centro de la propuesta gubernamental estaban las reformas de pensiones, de salud y cuidado, y de educación, además de otros cambios importantes. El Gobierno estimaba que los recursos necesarios para financiar su programa eran equivalentes a 3,6% del PIB en régimen, de los cuales 2,9 puntos porcentuales iban a salud y pensiones (solo la PGU requiere US$ 2500 millones) y otros recursos al programa de apoyo al cuidado. Desde luego, el programa de gobierno no se puede implementar plenamente sin una reforma tributaria potente, por lo que cada año que se atrase significa aplazar su implementación, impidiendo el cumplimiento del programa que fue electo para llevar a cabo.
Esto no es ignorado por la derecha, lo que les da una razón poderosa para oponerse a su aprobación. Desde luego, el otro motivo es que son los grupos de altos ingresos los que tendrían que sincerar sus ingresos y pagar más impuestos. La derecha simplemente no está disponible a financiar las reformas propuestas por el Gobierno y que ayudarían enormemente a resolver “los problemas de la gente”, como gustan decir. El que mejor ha expresado esta posición fue el senador Macaya, que –rompiendo con la actitud dialogante que mantenía sobre la continuidad del debate constitucional– ha señalado que estuvieron “ideológicamente obligados a votar en contra de la reforma”.
En resumen, el Gobierno está obligado a reconfigurar las prioridades programáticas en función de lo que logre negociar, habida cuenta de su posición minoritaria en ambas Cámaras del Congreso.
En ese sentido, es positiva la rápida convocatoria del Gobierno a un amplio diálogo social y político para concordar una reforma tributaria que responda a las necesidades del país. Sin embargo, frente a esta disposición gubernamental, la derecha, al verificar su capacidad de paralizar las reformas, ha adoptado una posición de no negociación en el sentido de exigir que el Gobierno haga nuevas propuestas que ellos evaluarán según sus intereses políticos y pecuniarios. Así, la Confederación de la Producción y del Comercio (CPC) se retracta en temas que había aceptado en el curso del debate anterior al rechazo. Los órganos de la derecha, partidos y asociaciones empresariales no parecen estar disponibles para la deliberación pública y para enfrentar los graves problemas que dejó en evidencia el 18-O. La actual estructura tributaria les acomoda porque es regresiva, facilita le elusión y la evasión, y es insuficiente para que el sector público pueda resolver los problemas sociales, manteniendo la cruel división en que el sector privado atiende a los que pueden pagar, muchos con grandes esfuerzos, y el sector público no cuenta con los recursos para proteger a las grandes mayorías.
Hace falta un acuerdo o pacto fiscal, social y político, basado en una amplia discusión pública que determine qué queremos financiar en los próximos 10 años y sobre esa base estimar lo requerimientos. En la negociación se podría buscar un punto intermedio en torno a 2,5 puntos del PIB. El resto requerido exigiría alargar en el tiempo el programa de cambios. El pacto fiscal debe incorporar criterios de equidad en que “los que ganan más, paguen más”. También, para crecer más y asegurar la sostenibilidad de las reformas, debemos transitar prontamente hacia una economía basada en el conocimiento, agregando valor a la enorme base de recursos naturales de la que disponemos; a un Estado de Bienestar que asegure educación de calidad, clave para el desarrollo; salud, con atención adecuada y oportuna para toda la población; y pensiones que aseguren que jubilarse no signifique caer en la pobreza. Tampoco podemos olvidar recursos para asegurar nuestras fronteras de la inmigración ilegal y proteger a nuestros compatriotas del crimen organizado.
El pacto fiscal debe tener como principal acuerdo la lucha contra la elusión y evasión. Hay que aprobar una Norma General Antielusión que ponga el peso de la prueba en los evasores y sea calificada por la autoridad administrativa, como es la práctica en los países desarrollados (sin perjuicio de que luego se pueda recurrir a los tribunales); el impuesto al patrimonio cuya meta principal es ayudar al control de la evasión del impuesto a la renta y, finalmente, el fortalecimiento de SII y Aduanas. Fortalecer Aduanas es fundamental para reducir la evasión y la elusión en toda la cadena de comercialización y en el impuesto a la renta. Cabe incluir la reducción del nivel de renta exento, pero eso hay que discutirlo en conjunto con los impuestos indirectos que afectan más a quienes consumen todos sus ingresos, recordando que el IVA representa poco menos del 50% de los ingresos tributarios no mineros, una anomalía entre los países de la OCDE.
Un principio rector es que el sistema no discrimine por origen de los ingresos, sean estos del capital o del trabajo. Se habla mucho de mejorar la eficiencia y simplicidad del sistema tributario; los especialistas coinciden en que la desintegración es la mejor medida para ello. Finalmente, el pacto podría incluir un compromiso de elevación de la inversión pública orientada a fortalecer la capacidad de crecimiento y la productividad sobre la base de la reformulación de la colaboración pública privada. Ello es el mejor incentivo a la inversión privada.
El Gobierno espera recaudar 0,6 puntos del PIB por royalty y 0,4% por impuestos correctivos. Esos cálculos parecen razonables. Sin embargo, lo que se recaude dependerá de los acuerdos específicos que se logren y la estructura de dichos impuestos. El caso del litio demuestra que es posible recaudar mucho más por participación en las rentas mineras de lo que se ha estimado para diversas formas de royalty a la gran minería del cobre. Algo similar podría ocurrir con los impuestos correctivos, pero estos generan mucha oposición de parte de la población y de potentes grupos de interés. Un aspecto que se ha explorado en el pasado, que es necesario reponer en la discusión pública, es la reducción de exenciones impositivas que favorecen a grupos de interés muy acotados.
Se ha informado profusamente del aumento de la contribución del litio a las arcas fiscales. Preocupan voces que señalan que los mayores ingresos por el litio hacen innecesaria la reforma. No nos podemos dar el lujo de repetir los errores históricos, como en el caso del salitre y del cobre. Las rentas del litio, del cobre y de otros recursos naturales deben ser utilizadas para construir una economía basada en el conocimiento y para impulsar a nuestro país hacia una economía más verde, fundamentales para asegurar la competitividad de nuestras exportaciones. Por ejemplo, el desarrollo del H2V requiere de grandes inversiones; el cambio climático, que ha generado la crisis hídrica que nos aqueja, representa un gran desafío para nuestra producción agrícola.
La discusión sobre quiénes deben ser los que invierten, si el sector público o el privado, es secundaria. Lo que hay que asegurar es que el país capte una proporción razonable de las rentas de los recursos naturales, propiedad de todos los chilenos, que nos permita financiar un programa acordado de inversiones que lleve nuestra economía hacia tasas de crecimiento de 4% anual o más. Alcanzar una meta como esa elevaría los niveles absolutos de ingreso y, al mismo tiempo, mejoraría significativamente la distribución de los beneficios del crecimiento.
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