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¿Cómo logramos que las chilenas y los chilenos volvamos a mirarnos a la cara y creernos? ¿A pensar en un país común? –columna “La Constitución de la confianza (parte I)”–. Quienes aspiramos a que Chile recupere la confianza en sus instituciones y en la capacidad que tienen para responder a tiempo a las urgencias ciudadanas y los anhelos de nuestra sociedad, sabemos que la confección de una nueva Constitución tiene el potencial de ser un gran paso para avanzar en esa línea desde la construcción de una hoja de ruta, pero que este esfuerzo será insuficiente si no abordamos un desafío que es paralelo, de fondo, y que es fundamental para que esto ocurra: la modernización del Estado.

En el proceso de la Convención Constitucional, que fue rechazado contundentemente por el 62% del país el pasado 4 de septiembre, se buscó establecer un amplio catálogo de nuevos derechos sociales consagrados, que incluían entre muchas otras materias algunas históricas aspiraciones ciudadanas, ya presentes en el marco constitucional vigente, como el acceso a la educación, la salud y el trabajo, así como algunas otras más novedosas o disruptivas, como la protección de la naturaleza, un nuevo enfoque público en materias de género o la innovación y la tecnología.

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¿Por qué Chile no le creyó a la propuesta? Las razones son múltiples y ya han sido extensamente analizadas. Se trató de un texto que, ante un mismo diagnóstico nacional, privilegió las soluciones de un solo sector ideológico, que se cerró al diálogo, que no respetó las tradiciones del país, que no fue capaz de avanzar a escala humana, que caricaturizó a todos los que no estaban de acuerdo con ellos y que, en definitiva, buscó generar una barrera infranqueable entre dos supuestos Chile: el que estaba en lo correcto y todos los demás.    

No es necesario buscar en el archivo de esos meses, que ahora parecen ya tan lejanos, para encontrarse con declaraciones que reafirman ese diagnóstico. Aún hoy, quienes redactaron esa propuesta, representando el sentir de un sector importante de la izquierda chilena, no son capaces de realizar una autocrítica.

La expresidenta de la Convención, Elisa Loncon, alegó hace unas semanas en la Universidad de Harvard que las comunidades indígenas, que rechazaron mayoritariamente la propuesta, en realidad habían sido “colonizados por el pensamiento occidental”, sin poder recuperar “la manera aborigen de pensar”. A comienzos de marzo, en tanto, un grupo de exconvencionales de Apruebo Dignidad viajó a Estados Unidos, invitadas por la ONU, para dar a conocer su experiencia en el proceso. En una actividad previa, en la Universidad de Nueva York, acusaron que el país no entendió el cambio que se proponía en un texto vanguardista, “que era como una especie de faro”.

¿Será acaso que las chilenas y los chilenos no entendieron las bondades del catálogo de derechos sociales que proponía la propuesta de la Convención? ¿No serán otras las razones? Lo cierto es que la sociedad en su conjunto sabe que ningún catálogo de derechos que pretenda borrar con el codo los avances que hemos tenido como país en las últimas décadas o que, más relevante aún, no considere un Estado capaz de planificarlos, financiarlos y cumplirlos, puede ser el camino correcto para el país.

Acá surge una vez más entonces el desafío inconcluso, la tarea evadida, los trapos sucios de nuestra institucionalidad democrática: nuestra crónica incapacidad para abordar una necesaria modernización del Estado. Francis Fukuyama, el famoso autor de El fin de la Historia, ha dicho en otro de sus libros, Confianza: las virtudes sociales y la creación de prosperidad, que existe un círculo virtuoso entre la confianza, que es esencial para el desarrollo económico y social de un país, y la necesaria modernización del Estado, que es clave para generar confianza en la sociedad. Muchos otros autores también son capaces de expandir este análisis a la lucha contra la corrupción, las inequidades, los abusos del aparato público y la ausencia de una evaluación adecuada ante la eficacia de los programas sociales.

Chile necesita que nuestra Constitución actualice su catálogo de derechos sociales consagrados en esta, sin duda. Necesita que nuestra Carta Magna reconozca que el Chile del siglo XXI es un país en que mujeres y hombres deben desarrollarse en una cancha pareja, con un Estado que es capaz de corregir las inequidades. Que sea capaz de proteger efectivamente los derechos fundamentales de nuestros niños, niñas y adolescentes. Que entregue un acceso a servicios de salud y educación de calidad, sin minar la libertad de las personas de tomar sus propias decisiones. Que aborde las necesidades particulares de cada región de Chile, entregándoles las herramientas necesarias a los gobiernos locales para que podamos construir nuestro propio futuro en un espacio de equidad. Que miremos al futuro y que consagremos hoy aquellas instituciones que nos permitirán aprovechar al máximo las potencialidades del país en materias de innovación, generación de energías sustentables y el cuidado del medio ambiente, dibujando un futuro en que podemos construir un desarrollo económico armónico.

Y Chile también necesita de un Estado más moderno, más fresco, flexible e innovador, más eficiente y con la porosidad necesaria para recoger a tiempo las demandas ciudadanas, sin estructuras burocráticas que les dan un portazo en la cara. Necesitamos un Estado que se haga cargo de justificar e invertir cada peso que la ciudadanía paga como impuestos; que sea estricto en la evaluación de sus programas; que entienda que el foco debe estar en las personas y no en seguir aumentando por inercia el número de instituciones públicas, esperando que por la firma de un nuevo decreto se terminen las problemáticas sociales. Que asuma los desafíos de la digitalización y la gestión de datos y que, por fin, vuelque la mirada al exterior, hacia la ciudadanía.

Nuevos derechos sociales, un nuevo Estado. Ese es el rumbo.

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