Antes de ayer estaba caminando con mi tía alrededor del Triángulo, el estadio que, según mi papá, fue la primera organización social de Villa Francia. En la plaza que rodea la cancha suele haber borrachos. No gente circunstancialmente borracha, sino borrachos de tomo y lomo, de esos que toman hasta la ebriedad todas las tardes con los mismos compinches. Estos compañeros probablemente habían compartido años y años de vino y ya no tenían novedades para contarse, porque estaban sentados en la misma banca, uno al lado del otro, en fila, en silencio, mirando al frente, más allá de la reja, más allá de la cancha, más allá. No sé si sonaba música a bajo volumen o uno de ellos cantaba en voz quedita. Justo cuando pasábamos por enfrente -fuimos por un momento el obstáculo a la proyección vacía de sus miradas- uno de ellos suspiró fuerte, más sonido que aire, se agarró la cabeza con las manos, y así, cabeza escondida entre sus palmas, la dejó caer hacia adelante en absoluto abatimiento. Ahora recordé que la música que sonaba era el tarareo suave de uno de los borrachos, porque al mismo tiempo que su compañero soltaba su cabeza al son de algún recuerdo o culpa, el que cantaba subió el volumen y nos dejó escuchar una canción tristísima. Apenas unos pasos más allá, mi tía me dijo: “Qué impresionante la imagen que vimos. Parecía una obra de teatro”. Yo se lo confirmé “Era una escena”. En este momento, escribiendo, completo para mis adentros: era una escena sacada de un tango de arrabal. O, mejor todavía, una escena sacada de un bolero.
El último regreso a casa
“Más tristes que un bolero”. Así nos describió el vecino de al lado cuando nos encontramos en el paradero de vuelta del hospital. En realidad estábamos mucho más tristes que cualquier bolero que contase una pena de amor. Estábamos tristes porque el gesto de amor que nos tocaba llevar a cabo era uno de los últimos que podíamos hacer por el Mariano (Puga).
Íbamos de vuelta a la Minga -la casa en la que vivía Mariano en Villa Francia- con la misión de desarmar el camarote de la pieza del cura e instalar la cama clínica que lo recibiría de vuelta del hospital. Se la había regalado uno de sus muchos amigos. Un gerente de una empresa gigante que había desembolsado el precio completo de una cama clínica absolutamente nueva, guardada en su caja original con todos sus sellos de garantía. El Mariano se había negado a usarla al principio, a pesar de que ya estaba muy enfermo y el camarote era poco práctico para ayudarlo a mover su cuerpo mitad paralizado. No escuché de él sus razones, pero imagino algunas. La gente pobre no compra camas clínicas nuevas. La gente pobre se consigue camas clínicas, esperan que se muera uno para usarla el otro, o gestionan largos tiempos con municipios y Cesfam. A veces tienen que conformarse con un colchón antiescaras sobrepuesto en la cama de siempre. A veces ni eso. Y mueren, agonizan, viven postrados en camas comunes. Quizás incluso en camarotes como el del Mariano.
Puedo imaginar otro motivo del Mariano para rechazar la cama y es la negación a ese signo del final. Instalar una cama clínica e impoluta era sacar los colgajos de su camarote, lanas, carteles, dibujos, collares, regalos que hablaban de su vida más callada, más humilde. Ensamblar en la habitación el armatoste ese -más camilla que lecho- significaba que no habría un camarote para recibir a los amigos de paso, viajeros, personas expulsadas de sus casas, drogadictos que se instalaban por un tiempo indefinido, cualquier ser humano que durmiera en la cama de arriba e imposibilitara el lujo de la intimidad. Desalojar el camarote era dar por finalizado un modo de vida. Mariano, al volver, se encontraría con una pieza higienizada, llena de cables, silencios y enfermeros en turno. Él sabía que ese cambio simbolizaba que se terminaba el camino y empezaba la muerte.
Nosotros también sabíamos que ese era el último regreso a casa que haría el Mariano. Caminábamos hablando poco, mirando el piso, a un ritmo lento como bolero. Apenas una cuadra separa la casa del paradero, pero hubiésemos querido que esa cuadra escasa se extendiera y se extendiera, porque nuestra misión era dolorosa. Traidora, casi. No recuerdo si al llegar a la Minga hubo un vaso de agua, un té o un café de consuelo. No sé lo que pasó antes ni lo que pasó después. No sé si el Túa -que compartía vivienda con Mariano, y habían compartido también el trabajo de obrero- ya estaba en casa, o nosotros llegamos a darle la noticia. No sé cómo terminaron de armar la cama clínica una vez despejada la pieza. Solo recuerdo mover los pernos, retirarlos de las maderas, el incómodo transporte de los largueros por la puerta estrecha. Veo mis manos sacando los colgajos tiernos para dejarlos pendientes en un rincón, con la esperanza de volver a instalarlos en la estructura de plástico y fierros. Recuerdo al Túa. Se movía con seguridad y algo de frenetismo, decidido en sus movimientos, mucho más experto que nosotros en las tareas del armar y desarmar. La seguridad de su quehacer no ocultaba su fragilidad porque él no buscaba ocultarla. Tenía tan claro como nosotros que era uno de los últimos servicios que podríamos prestarle al cura en vida, aunque fuera desgarrador y en contra de su voluntad. De todas formas, bromeaba. Fingía impaciencia frente a la poca habilidad que teníamos con las herramientas y los pésimos métodos con los que pretendíamos sacar la estructura por la puerta. La desazón y la risa nos hacía en la misma medida compañeros. Me acuerdo de haber hecho eco de sus chistes y de haber recibido sus instrucciones. También me acuerdo de dedicarme nuevamente a los colgajos, mirarlos uno a uno, besarlos y llorar un poco. En esa época no era raro que lloráramos un poco, sin detener la rutina, y tampoco era raro que riéramos. Después de haber desocupado la pieza, vuelve a borrarse todo. No sé dónde pusimos el esqueleto de la cama que había sido lecho y oratorio del Mariano durante los últimos 5 años y que había acompañado sus insomnios dedicados a la muerte. No sé si fuimos nosotros quienes limpiamos el espacio vacío para volverlo aséptico. No recuerdo si pude colgar esas lanas, collares, dibujos y carteles en alguna baranda. No sé si vimos a alguien más. Tampoco estoy segura si el Mariano regresó esa noche o al día siguiente o un día después. Mi recuerdo salta desde la pieza medio vacía a la imagen del Mariano, repentinamente viejo y magullado, usando esa cama, que, a pesar de su infamia, le estaba permitiendo morirse en Villa Francia.
Bailando la resurrección
Quizás estoy romantizando, pero le dije a la Rosa que esos borrachitos sacados de un bolero, no eran los borrachos peligrosos y violentos que a veces amenazaban la plaza. Puede ser que las décadas de vino y el peso de los recuerdos los mantuvieran anclados a su banca en vertical y con la mirada proyectada a la nada horizontal. Pero también puede ser que esa fuese una pausa de paz miserable entre otros momentos violentos o neuróticos. Es posible que se les haya acabado la fuerza de la violencia después de usarla tanto. Es posible que ver a un padre o un abuelo o un marido tarde tras tarde, inmóvil y estúpido frente a la reja de la cancha, sea el más agresivo de los golpes.
La misma noche en que vi al Mariano negando milagros del Antiguo Testamento y bailando la resurrección alrededor de una fogata pagana, salimos desde la capilla en procesión a caminar por las calles aledañas. Procesión es mucha palabra para la realidad: éramos 20 o 25 personas caminando lento por la población ya vacía pasadas las 12 de la noche. Pero la verdad es que creo que la marcha tenía la misma dignidad -y no me importa nada si exagero- que el Camino de Santiago. El objetivo era decirle a los pobres que Jesús había resucitado. “¡Viva Jesús resucitado! ¡Que se escuche fuerte! ¡Que se despierte toda la población!”. No puedo negar que era una imagen ridícula. Yo, extranjera, miraba desde atrás, no gritaba. De pronto, en una esquina fea, aparecieron los que seguían despiertos a esa hora, anclados a una cuneta por el vino. El cura no los invitó a la procesión con un grito, no los exhortó con un llamado desde el centro de su séquito de cristianos buenos y sanos. Sin aspavientos, se coló entre la escueta romería y saludó a los borrachos -tristes como un bolero- que lo conocían por sus deambulares cariñosos por la población o quizás incluso por su presencia en los años 70. No sé qué les dijo el Mariano. No sé si les explicó con palabras la resurrección de Cristo. Pero los hombres lo abrazaron y lloraron con él. No tengo idea si les importaba mucho la victoria de Jesús sobre la muerte. Pero creo que, por un momento y en ese abrazo, se sintieron anunciados.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.