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Quizá estemos demasiado encima de los eventos. Quizá no sea posible llegar a una conclusión compartida sobre las razones que llevaron al fracaso de la Convención Constitucional. Sin embargo, ad portas de un nuevo proceso constituyente, es imprescindible que hagamos un esfuerzo por presentar explicaciones coherentes y plausibles de acuerdo a la evidencia disponible. Es lo que hemos hecho con nuestro coautor Stefan Voigt, de la Universidad de Hamburgo, en un trabajo recién publicado en la revista Public Choice (ver aquí).
En un sentido, el proceso constituyente logró lo que buscaba el acuerdo multipartidista que lo activó: conducir la gravísima crisis de octubre de 2019 por un cauce democrático e institucional. El país se dio la oportunidad de resolver esa crisis por una vía que evitara una crisis mayor, como la renuncia anticipada del Presidente o un enfrentamiento civil de gran escala. Sin embargo, fracasó en su tarea específica, que era dotar al país de una nueva Constitución con legitimidad social. ¿Qué podemos aprender de ese fracaso?
En los extremos opuestos del espectro ideológico, se pretende explicar el proceso fallido usando ideas simplistas. Desde la derecha, se dice que los convencionales eran radicales sin los conocimientos suficientes para elaborar una propuesta seria. Desde la izquierda, se dice que la derecha articuló exitosamente una campaña del terror que engañó al electorado sobre los supuestos peligros de la propuesta. Desde luego que se aprobaron propuestas radicales y se cometieron errores. También es obvio que desde la derecha política, que se sintió excluida dentro de la Convención, y desde los sectores más conservadores de la sociedad, hubo una reacción para movilizar el rechazo en el plebiscito de salida. Pero si esa movilización fue exitosa es porque apeló a temores o aspiraciones que la ciudadanía en realidad tenía, sobre todo en los votantes más alejados o indiferentes a la política que votaron por obligación el 4 de septiembre de 2022.
En nuestra evaluación, el fracaso de la Convención fue el resultado de la interacción entre eventos políticos contingentes y reglas de funcionamiento que, ex post, fueron inapropiadas.
Primero, la Convención fue dominada por grupos de independientes que carecieron de liderazgo, organización y programas coherentes de reforma. Esto fue consecuencia directa del profundo descrédito de los partidos, pero el supuesto remedio, que fue la posibilidad de elegir listas de independientes, no solo no dio solución a la falta de representación efectiva de los ciudadanos, sino que lo agravó. Los partidos pagaron su incapacidad de reconectarse con la sociedad con el predominio de los independientes y ese predominio dejó a la Convención sin actores colectivos que pudieran negociar las reformas, defenderlas ante el electorado, y movilizar a los ciudadanos a votar a favor de la propuesta en el plebiscito de salida.
Segundo, la derecha quedó subrepresentada en la Convención y ello desequilibró su funcionamiento. Esta subrepresentación tuvo que ver con que el gobierno contra el cual se produjo el estallido social, que debió liderar la represión y al que se le reprocharon los abusos de derechos humanos, era de derecha. Fue también el precio que pagó la derecha por su defensa ciega y acrítica de una Constitución desacreditada y por su incapacidad de articular propuestas de reforma. Pero la subrepresentación de la derecha en la elección de la Convención fue excepcional. Dependiendo de la elección, su peso electoral ha variado entre 36 y 44%, considerando primeras vueltas presidenciales. Además, ha elegido dos veces un Presidente por medio de las urnas. En la Convención, la derecha logró un 20,6% de los votos y un 23,9% de los asientos, lo que está por debajo de su apoyo histórico, y le impidió tener poder de veto en las decisiones. Pero fue la primera minoría en una asamblea fragmentada y nunca se le reconoció ese peso político en la distribución de posiciones de autoridad. De esta manera, una porción importante de la ciudadanía que se siente identificada con valores conservadores fue excluida y no hubo contrapesos a los grupos radicales que dominaron varias propuestas de reforma.
Tercero, el proceso de redacción fue altamente descentralizado, desordenado y comprometido con una publicidad extrema. La relación entre las comisiones temáticas, que decidían por mayoría simple, y el plenario que decidía por dos tercios de los miembros, generó conflictos alrededor de propuestas que no tenían posibilidad de ser aprobadas. No hubo instancias de negociación institucionalizada que permitieran superar disensos y la integración de los distintos reportes en un único texto no ocurrió sino hasta el final, impidiendo una adecuada evaluación integral de la propuesta.
Cualquier Convención Constitucional democrática aspira a que su composición y decisiones reflejen el pensamiento ciudadano y que el debate esté sometido al escrutinio público. Pero también requiere que se alcancen compromisos políticos que demandan instancias de deliberación a puertas cerradas. Es cierto que la idea de transparencia y publicidad sin límites respondió a una percepción de que el sistema político gradualmente fue encerrándose en sí mismo y llegando a acuerdos de espaldas a la ciudadanía. Pero no es posible anular la política de compromiso y acuerdos. En el contexto de convencionales mayoritariamente sin experiencia política, sin organización partidaria ni programas coherentes de reforma, el nivel de descentralización y publicidad fue problemático, pues redujo la capacidad de dialogar, de aprender y enmendar errores y de pensar la Constitución como un sistema que requiere mirar el conjunto.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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